Era el jueves 7 de marzo de 2019 en Venezuela y todo marchaba como de costumbre: las ciudades revueltas por la falta de transporte y de dinero en efectivo y en los hogares predominaba la escasez de lo más básico; pero cuando todos pensaban que la situación no podía empeorar, a las 4:50 de la tarde, la oscuridad y el silencio llegaron.
Pasaron varios minutos y el servicio no era restablecido. Al cabo de varias horas todos sabían que el problema no se resolvería pronto. Fue la primera plaga que tocó a los venezolanos esa semana.
María Pérez, una madre zuliana, estaba en casa con sus hijos cuando ocurrió el apagón; con la poca luz que restaba para el día aprovechó para cocinar la cena con lo poco que quedaba en casa. Unas arepas con margarina fueron suficientes para calmar el hambre de sus hijos y llevarlos a la cama mientras «llegaba la luz». El calor característico del estado Zulia comenzaba a afectar la piel de sus niños y hacerla sentir sofocada.
Pasó la primera noche de cinco. Al amanecer todo seguía igual, el cotidiano caos, pero con un terrible agregado: los 23 estados del país estaban sin servicio eléctrico.
Debido a la falla, el Ministerio de Educación ordenó suspender las clases para ese viernes. Los niños bajo las sombras de los árboles intentaban refrescar sus cuerpos ya irritados por la calurosa noche.
Mientras María, como la mayoría de los venezolanos, se enfrentaba a una segunda plaga: la falta de agua.
Con ayuda de vecinos logró llenar unos tobos y almacenar un poco de agua en casa, pero no era suficiente. Cocinar, lavar ropa o utensilios de cocina, e incluso el aseo personal fue un problema aquellos días.
Mientras el sol brillaba inclemente, cuando se acercaba la hora de la comida, María se percató de que una tercera plaga la afectaría en las siguientes horas: los alimentos en su nevera estaban en riesgo de descomponerse.
Todo en el refrigerador estaba descongelado ya. Había invertido sus ingresos en poder comprar lo poco que tenía en su nevera y ahora temía que pudiera dañarse, por eso salió de su casa desesperada para intentar encontrar un poco de hielo, algo que le permitiera mantener el frío, pero se encontró con la cuarta plaga que azotó a los venezolanos durante el apagón nacional: no funcionaban los sistemas bancarios y no contaba con efectivo.
María salió caminando y recorrió varios negocios que se mantenían abiertos en la ciudad porque contaban con plantas generadoras de electricidad, aunque la mayoría no contaba con puntos de venta; pero, finalmente, en un establecimiento alcanzó a comprar una bolsa de hielo; no le alcanzaba para más, el costo superaba los 4.000 bolívares, que equivale a más del 20% de su salario.
Llegó a su casa con prisa y colocó todo el hielo en una cava pequeña de anime, donde metió los alimentos que necesitaba refrigerar.
Momentos después de aquella odisea, la vecina de María, Claudia Ortiz, gritaba desconsolada en su casa. Su hija acababa de dar a luz y el pequeño no resistió en el hospital donde nació. Se enfrentaron a la quinta plaga que vivieron los venezolanos durante el apagón: el colapso de salud.
El recién nacido tuvo complicaciones al nacer, pues en el centro asistencial no contaban con planta eléctrica y necesitaba atención especial de inmediato. Los médicos hicieron todos los esfuerzos por mantenerlo con vida, pero el menor no resistió.
El nieto de Claudia se convirtió en uno de los más de 26 fallecidos confirmados en centros hospitalarios de Venezuela durante el apagón nacional. Esta cifra fue aportada por el diputado a la Asamblea Nacional (AN) y médico José Manuel Olivares.
Como si la experiencia de apenas un día no bastara, llegaba de nuevo la noche, las familias seguían sin contar con servicio eléctrico, mientras que las autoridades venezolanas aseguraban que un ataque estadounidense había causado daños en la central hidroeléctrica Guri, donde se genera el 70% de la electricidad de Venezuela.
Llegado el segundo día, María se comenzaba a quedar sin alternativas, sin electricidad, sin agua y con sus pocos alimentos dañándose; se dedicó a atender a sus hijos, a evitar que su piel siguiera irritándose y a prepararle alimentos de la forma más sana posible. Así pasó su fin de semana.
Llegado el lunes 11 de marzo, la suspensión de actividades académicas y laborales seguían suspendidas, el país estaba prácticamente paralizado. Las provisiones de hielo agotadas obligaban a los ciudadanos a seguir buscando negocios donde pudieran comprar hielo o por lo menos un poco de agua fría. También necesitaban recargar sus celulares para avisar a sus familias en el exterior que en Venezuela «todo está bien».
Sin embargo, en el intento se apareció una sexta plaga: la viveza criolla. Aunque para muchos resulta cómica la capacidad de los venezolanos de sacar provecho ante cualquier situación, esta vez no fue así.
Quienes contaban con plantas eléctricas o con cargadores para carros, se dispusieron a «alquilar» el tiempo limitado para recargar las baterías de los celulares. Lo peor es que ni siquiera cobraron por el «servicio» en bolívares (moneda nacional) sino en dólares: 1$ por cada 10 minutos que mantuvieran un teléfono conectado a la corriente eléctrica.
Lo mismo ocurrió con el hielo, algunos tuvieron que pagar en 5 y 10 dólares por una bolsa de hielo, solo para no perder sus alimentos. Pero los de bajos recursos económicos sí perdieron mucho.
Sin embargo, hubo personas, instituciones o comerciantes que demostraron la mejor cara del venezolano: la solidaria. Muchos de los que sí tenían servicio eléctrico ofrecieron sus hogares o el espacio en sus neveras para evitar que la comida de otros se dañara; algunos comerciantes prefirieron regalar la mercancía comprometida antes de que se descompusieran.