«La semana pasada quien suscribe estuvo en el imperio para uno de esos entrenamientos en “actualización de guerra económica y recontraespionaje retroactivo” a los que nos somete la Agencia de vez en cuando. En la mañana del regreso a Caracas sucedió la escena que les describo de seguido», así comienza el relato de Laureano Márquez para describir su viaje reciente a los Estados Unidos.
Trabamos contacto con un gordito cubano, hablador y simpático, de esos que te dicen hasta lo que no les has preguntado. Es el encargado de realizar el servicio de transporte gratuito entre el hotel y el aeropuerto (preferimos no tomar la lujosa limosina que para esos casos nos destina el Departamento de Estado para despistar a los patriotas cooperantes, que los hay muchos en Miami y habitando, según relatos de primera mano, lujosísimas mansiones robolucionarias, manejando patriotas Porsches y navegando en bolivarianos yates por los límites del mar de la felicidad). El gordito, al cargar nuestras maletas y notar lo “heavy” de las mismas dijo:
– ¿Ustedes son venezolanos, verdad?
– Sí, caballero.
– Se nota, por el peso de las maletas —continuó él—. ¿Llevan todo?, ¿papel de baño, pasta de dientes, champú? —dijo con tono burlón.
El grupo de venezolanos que allí estábamos nos miramos con cierta vergüenza. Ya da vaina que lo miren a uno como uno pueblo de miserables que se emociona frente a una lata de leche, o al que le brotan las lágrimas en una farmacia CVS. Venimos llenos de encargos cuando tenemos la oportunidad de salir: Eutirox, ibuprofeno, leche en polvo e incluso harina pan, que allá se consigue sin problemas.
– Ustedes están ya como nosotros allá en Cuba, vaya, que cuando una mujel prepara la comida de hoy ya está pensando en la de mañana. Allá andamos todos con una bolsita (no recuerdo el nombre del material) y donde vemos que hay algo, allí nos metemos en la cola para compral. Yo le mando todos los meses 100 pesos a mi madre.
– ¿Y cómo lo hace? ¿Hay algún sistema de envío de divisa a Cuba?
– No, ella va a la tienda y pide lo que necesita y yo paso la tarjeta aquí.
Seguramente el gobierno cubano tiene algún sistema para hacer negocio con las necesidades nacionales aprovechándose de los cubanos que viven fuera. La descripción de este asere de la vida en esa Cuba a la que pensábamos que nunca llegaríamos era realmente dura y dolorosa.
Probablemente ya el cuento luce insólito, pero la mejor parte viene ahora:
– Qué suerte que estés aquí y puedas ayudar a tu mamá.
– ¡Qué va, mulato! Yo estaba mucho mejor en Cuba. ¿Sabes a qué hora me paré yo hoy para trabajal? A las cuatro de la mañana y no tengo días de descanso en todo el año. Todo eso que ustedes han visto por aquí yo ni lo conozco, porque no tengo ni un minuto libre.
Tengo dos trabajos. En Cuba era distinto. Yo en cuba —dijo con verdadera y auténtica nostalgia— tenía un tallercito y lo cerraba tres días, nos poníamos de acuerdo con los amigos, nos comprábamos la cervecita y nos íbamos para la playa tres o cuatro días. Si yo estuviera allá, alguien me estaría mandando dinero a mí.
Los venezolanos, impresionados por la confesión, apelamos a un último argumento:
– Bueno, pero aquí tienes libertad (¡hermosa palabra que mueve el corazón de los hombres!).
– ¡Qué va, asere! Con la libertad yo no como. Yo sueño con volver a Cuba.
¡Esta conversación me enseñó tanto de nosotros mismos! Mientras el gobierno nos regale un pollo o la leche se venda por debajo del costo de producción, mientras lanzando un mango al azar consigas una casa, valores como la libertad, la democracia y la justicia seguirán siendo etéreos. La gente no entiende cómo se relacionan con su cotidianidad, ni como ellos son la única garantía de su auténtico progreso. La única libertad que importa en la Venezuela de hoy es la de la cola. Democracia hoy es tener papel tualé; y justicia es que te toquen dos paquetes de cuatro rollos.
Rumbo al aeropuerto manoseaba el voluminoso fajo de dólares recién impresos que me habían mandado de Washington. Me debatía entre 3 o 5 dólares de propina. Pensando en que con la sumatoria de todos los pasajeros del autobusito se redondearía unos 20 dólares por ese viaje, que creo es equivalente al sueldo mínimo mensual de un venezolano, al final le di 4 dólares. No los aceptó.
– No, no, no, mulato, de ninguna manera; guárdate esos pesos que ustedes están peor que nosotros.
Honestamente me dio pena, no ajena, pena propia.
Por Laureano Márquez.