El 79% de la población evalúa negativamente la situación del país. Es obvio el porqué. El deterioro en la calidad de vida es dramático. Cuando preguntamos cuáles son los principales problemas del país, por primera vez en años la primera respuesta no es la inseguridad (que aparece en segunda posición), sino el desabastecimiento, escoltado por la inflación y el desempleo. Los problemas económicos se roban el “show”.
¿Y cómo no, si la inflación llega a 59% para darnos el “privilegio” de ser el país con mayor inflación del mundo? ¿Cómo no, si debes visitar cuatro establecimientos para comprar la canasta alimentaria, donde faltará igual la leche, aceite, azúcar y harina? ¿Cómo no, si es difícil comprar papel toilette? ¿Cómo no, si las empresas ya no planean nuevos lanzamientos sino cronogramas de cierre de plantas? ¿Cómo no, si para comprar cemento o cabillas hay que recurrir al mercado negro?
Pero, como otras veces, no coincido con la jerarquización que da la mayoría a los problemas del país. Si bien la economía es un problema central, creo que es más fácil avanzar ahí que en la solución de la inseguridad y es ésta la que me quita el sueño. La inseguridad está desbordada, llegando a niveles emocionalmente insoportables. Es un horror, pero nuestra división más perversa no es política sino esa que se refleja en el hecho de que un joven de un barrio pobre tiene una esperanza de vida casi una década menor que la de uno de urbanización. Es entre quienes se han acostumbrado durante años a que les cobren peaje para subir a su casa, los aterroricen los azotes de barrio o les maten los hijos en su entorno y los más novatos, que hemos visto instalarse más recientemente la inseguridad en nuestras vidas. Hoy estamos, sin embargo, frente a la socialización de la violencia y no de las soluciones. Es posible que en breve elgap de esperanza de vida entre barrio y urbanización se cierre, pero igualando hacia abajo.
Ahora vivimos en carne propia lo que otros vivieron siempre, cuando te roban, te secuestran, se meten en tu casa o te asesinan o ves con estupor la instalación del sicariato.
Pero hay una sociedad para quien la muerte violenta es aún inaceptable. Es esa mamá que no se recupera del asesinato de su hijo y se echa a morir con él. Es esa pareja que, después del secuestro, siente que los malandros están asechándolos en su propio baño y prefieren reventarse de ganas; y mañana no se quieren parar de la cama, ni abrir la puerta ni la ventana ni salir a esa jungla espantosa donde sienten náuseas ante el peligro de vivir aquí.
Y entonces, los novatos, con menos experiencia, colapsan y no hay lugar donde vayas ni conversación que no termine discutiendo la necesidad de emigrar.
El clímax personal lo viví anoche cuando mi esposa lloró de la nada y me dijo con ese sentimiento reservado a las ocasiones más dramáticas de la vida: “nos estamos quedando solos”, y estaba implícito el reclamo de que es por mí, porque no me da la gana de irme. Hay un éxodo en nuestro entorno, donde todos parecen dividirse entre quienes se fueron, quienes se van… y quienes deberían irse.
Traté de calmarla, pero sonaba hipócrita, porque yo también tengo miedo. Se me quedó clavado en esa funeraria, hace apenas un mes, cuando quería abrazar a la familia de Gustavo, asesinado en el Ávila montando bici y alrededor de él se velaban 6 personas más, también asesinadas en diferentes circunstancias… y había siete familias destruidas por el dolor. Y es a ese dolor a lo que le tengo miedo. Pero también es la gasolina que me impulsa a trabajar para que mis hijos, apenas ayer comulgando por primera vez, puedan vivir donde quieran y sin embargo, quieran (y merezca la pena) vivir aquí.