“No sepa tu izquierda lo que hace tu derecha”, reza la Biblia, pero dar limosna en secreto resulta difícil en Venezuela. La escasez de efectivo obliga a las iglesias a aceptar dinero plástico, de cualquier modo insuficiente.
Antes de darles la bendición, el padre Alirio Suárez les recuerda a los fieles que, ante la falta de moneda, pueden hacer sus donaciones por el “punto de venta”, como se conocen popularmente los datáfonos.
Relegando el mandato cristiano de discreción, varios entran a la sacristía para pasar sus tarjetas de débito o crédito, debiendo revelar nombre, número de cédula y monto del diezmo.
“El poco efectivo que consigo es para el pasaje (de autobús)”, dice Gladys Ángel, tras deslizar el plástico.
Contadora de 58 años, se reserva el metálico además para comprar en mercados donde algunos productos cuestan tres veces menos si paga con efectivo.
“El punto no nos salva, pero sí nos ayuda a paliar la situación. La gente es generosa por el punto, se nota la diferencia”, comenta el padre Suárez a la AFP en su parroquia de El Paraíso, en Caracas.
Los billetes escasean en el país porque su impresión y capacidad de compra quedaron rezagadas por una inflación que el FMI proyecta en 1.000.000% para 2018.
Desde el próximo lunes circularán nuevas denominaciones con cinco ceros menos. Paños tibios ante la gravedad de la crisis, según expertos.
El domingo, cuando hay siete misas y concurren más feligreses, la iglesia de San Alfonso recolecta unos cuatro millones de bolívares en efectivo, poco menos de un dólar.
Con eso “no te compras un kilo de carne”, afirma Suárez, de 53 años. Los aportes con tarjeta triplican la cifra. El datáfono lo presta una fundación los fines de semana.
“Si no fuera por el punto, estaríamos pasándola muy mal”, admite Suárez, justificando que para muchos es imposible aportar con un salario mínimo de solo 1,5 dólares.
La escasez es tal que los billetes se venden en el mercado negro por el triple de su valor.
Papelitos por billetes
La generosidad también salió del fuero íntimo en la iglesia Preciosísima Sangre, en un sector acomodado de la capital.
Su párroco, José Manuel León, optó por las transferencias bancarias para compensar lo que no llega a la bolsa.
En lugar de billetes, “la mayoría de la feligresía” deposita el comprobante de la operación, donde escriben “donativo o colecta”.
“El papel moneda es reemplazado por el papelito de la transferencia. Es como están subsanando el problema”, cuenta a la AFP León, de 52 años, quien también liquida así matrimonios y bautizos.
Le han propuesto instalar un pasatarjetas.
“La misma gente dice: ‘ponga el punto en la entrada y cuando pasemos pagamos y echamos el papelito’. En las crisis hay que ingeniárselas”, observa.
Pero el ingenio choca con la realidad. Los bancos no tienen datáfonos para proveer a sus clientes y algunas empresas los venden a 600 dólares, impagables con una caridad tan mermada.
“De a un dedito”
Aun con puntos o transferencias, los párrocos se ven en aprietos para costear los rituales, mantener los templos y ayudar a los pobres. Suárez y León han tenido que apelar a sus congregaciones en el exterior. El rosario de penurias es extenso.
Ya no regalan las lecturas bíblicas impresas y apagan los velones después de cada misa para que duren más.
León tuvo incluso que recolectar harina -muy escasa- para las monjas que elaboran las ostias, y su comunidad envió de vuelta a España a sacerdotes ancianos por la falta de medicamentos.
“Le pedimos a Dios que nos mantenga con buena salud porque no se consiguen las medicinas o cuestan una millonada”, dice.
El vino también es racionado. De comprar por cajas se pasó a dos botellas mensuales que entrega la Arquidiócesis. “Toca de a un dedito” por misa, confía el religioso con una carcajada de resignación.
En su templo también se redujeron los bautizos y matrimonios, y las vocaciones se siguen con lupa ante sospechas de que algunos seminaristas se ponen el hábito como excusa para escapar del país.
“Espero que Venezuela se recupere no solo política y económicamente, sino también en la parte moral”, reflexiona.
En la entrada de San Alfonso, Yaneht Chacón, desempleada de 41 años, espera que termine la misa para pedirle comida al cura.
Son las seis de la tarde y ella y sus hijos de tres y doce años, pálidos, dicen haber comido “medio pan en todo el día”.
“No me gusta molestar en las iglesias, pero ¿qué hago?”, exclama esta delgada mujer.
Su espera sirvió: “Le doy gracias a Dios y al padrecito porque para él también es difícil. Muchos vienen a pedirle”, expone aliviada antes de emprender el regreso a casa con frijoles, pasta y cereal para el tetero de la niña.
Información de AFP
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